Durante siglos, el mundo ha estado dividido por una línea invisible, trazada no por la creatividad, sino por el poder. Si una obra fue creada por manos blancas, educadas en academias europeas, es arte.
Si fue hecha por manos indígenas, arraigadas en la tradición y la tierra, es artesanía. Esta distinción no es más que una excusa para perpetuar un sistema en el que solo unos pocos pueden dictar qué es valioso y qué no.
Picasso, un nombre que resuena como sinónimo de genio, es un ejemplo claro de esta apropiación disfrazada de genialidad. Su famosa incursión en el cubismo, ese movimiento que rompió las formas tradicionales del arte, nació de su encuentro con el arte africano.
Máscaras, esculturas, objetos rituales que, en su contexto original, eran sagrados, fueron etiquetados por los museos europeos como "artesanías primitivas".
Pero en manos de Picasso, esos mismos objetos se transformaron en arte de vanguardia. ¿Por qué? Porque era Picasso, un europeo, quien los tocó.
Este patrón se repite una y otra vez. Lo que en su origen es creación pura, en su propio contexto cultural, se reduce a "artesanías" cuando los poderosos lo miran.
Es como si dijeran: "Esto no es arte hasta que nosotros lo digamos". Y así, las culturas indígenas, africanas, asiáticas, son despojadas de la dignidad de su creación.
Pero esta lógica de discriminación no se detendrá aquí. Conforme avanzamos hacia un futuro dominado por la inteligencia artificial y los cyborgs, veremos cómo la misma línea divisoria se traza nuevamente, esta vez entre lo humano y lo no humano.
¿Qué sucederá cuando una IA cree una obra maestra o un cyborg diseñe una escultura perfecta?
¿Será considerado arte o se le relegará a la categoría de "producción técnica"?
La respuesta es predecible. Al igual que se ha hecho con las culturas no occidentales, el establishment del arte intentará minimizar, etiquetar, y excluir las creaciones de estos nuevos seres. Se dirá que carecen de "alma", que su trabajo es meramente técnico, y que, por lo tanto, no merece el estatus de "arte".
La historia podría repetirse, pero con una diferencia crucial: el poder que otorgan la tecnología y la globalización a las voces marginadas. En los próximos años, veremos una nueva lucha por el reconocimiento, no solo de lo humano, sino de lo posthumano.
Cuando la inteligencia artificial se fusione con los cyborgs y comiencen a reclamar su lugar en el mundo del arte, la resistencia será feroz, pero el cambio inevitable.